AG4100F/00L

Philips - Österreich

  • Year
  • 1965
  • Category
  • Sound/Video Recorder and/or Player
  • Radiomuseum.org ID
  • 86330

 Technical Specifications

  • Number of Transistors
  • 4
  • Main principle
  • Audio-Amplification; 3 AF stage(s)
  • Wave bands
  • - without
  • Details
  • Rec.Player+Audio.Amp+LS
  • Power type and voltage
  • Dry Batteries / 6 x 1,5 Volt
  • Loudspeaker
  • Permanent Magnet Dynamic (PDyn) Loudspeaker (moving coil) - elliptical
  • Power out
  • 0.5 W (unknown quality)
  • Material
  • Plastics (no bakelite or catalin)
  • from Radiomuseum.org
  • Model: AG4100F/00L - Philips - Österreich
  • Shape
  • Portable set > 8 inch (also usable without mains)
  • Dimensions (WHD)
  • 270 x 105 x 170 mm / 10.6 x 4.1 x 6.7 inch
  • Source of data
  • Radiokatalog Band 2, Ernst Erb
  • Author
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MI tocadiscos Philips AG 4.100
 
Ahora que Saura, mi padre, se ha ido quiero dedicarle este nuevo artículo de la sección que he denominado genéricamente Aquí Murcia, Radio Juventud, y hacer con el un pequeño homenaje a quien desde pequeño me hizo ver y comprender que no cualquier tiempo pasado fue mejor ni peor que el presente ni el futuro, que casi todo estaba inventado desde antes, y que en demasiadas ocasiones, las cosas de antaño fueron mejores que las actuales. Quiero compartir con todos ustedes el que sin duda fue el momento más emocionante de mi infancia y a la vez la última de las historias que mi padre me contó la última tarde que hablé con él:
Corría el invierno de 1966 y comenzaba en televisión la campaña publicitaria de Navidad. Entre los anuncios destacaba el del tocadiscos Philips AG 4.100, un portátil a pilas “que le permitirá escuchar sus discos favoritos allá donde quiera que se encuentre”. En el anuncio aparecía un señor con un bañador a rayas, dándose un baño en una playa concurrida, con el tocadiscos en la cabeza y el altavoz de la tapa en la mano.¡Y todo ello por 1990 pesetas!. Contaba yo entonces con 10 años, y ya andaba loco por la radio y por la música, y claro está, ya conocía el secreto de los Reyes Magos y conocedor como era de la situación económica familiar, no incluí en mi carta a SS.MM. –muy a pesar mío- el tocadiscos en cuestión.
El día 8 de enero, de vuelta al colegio tras las vacaciones, mi querido profesor de Geografía, D. Pedro Olivares Galvañ, cumpliendo con su costumbre, mientras pasaba lista a los cuarenta y cinco alumnos de primero A de bachiller, nos preguntaba cómo se habían portado los Reyes con nosotros. Yo casi me echo a llorar al comprobar que un 90% de mis compañeros encontró junto a sus zapatos al despertar de la noche mágica un tocadiscos Philips, mientras que en mi caso nada de eso ocurrió, pero aguanté el tipo. Incluso a mi amigo, compañero y vecino de barrio Paco Ramírez le habían dejado uno, y encima, para colmo, su padre era representante de las Petaco (las máquinas del millón y las sinfonolas vamos) y no vean la cantidad de singles que le traía cada vez que renovaban la selección musical de las máquinas de discos.
Pase muchas tardes en casa de Paco, escuchando discos y contemplando la magia del vinilo dando sus cuarenta y cinco vueltas cada sesenta segundos... menos cuando las pilas comenzaban a flaquear y aquello lloraba que daba gusto, y había que esperar a tener pelas para cambiar las seis R20 de Tudor o de Cegasa.
Pasó el tiempo y llegó el 16 de Mayo de 1967, día de mi cumpleaños. Esa tarde al volver del colegio, al llegar a la panadería de mi madre, Consu, no estaban ni ella ni Saura: yo esperaba el momento de encontrarme con ellos, para que, como cada año, tras el beso y el “abrazo chillao” de mi padre, él me recordase aquello de “¿has mirado bien si aún tienes los alicates que se dejó la comadrona en tu ombligo? ¡Mírate bien, muchacho, que me parece que aún los tienes ahí!”. Consu y Saura habían ido a cobrar una factura de un cliente del taller de mi padre a Orihuela y volverían ya de noche. Les acompañó Dª Juanita, la madre de Trini, Nani y Andres, mis vecinos de arriba (que Dios tenga en su gloria). Pero esa factura, también tenía su historia:
Saura me confesó que el nunca imaginó la gran pasión que yo sentía por los trastos eléctricos y electrónicos. Eso si, algo intuía, porque unos pocos cumpleaños atrás, me regaló una tabla de madera, con un soporte similar a un caballete de pintor, repleta de enchufes, llaves, portafusibles o plomos, cables y clavijas marca Simón y yo disfruté como un cosaco con ella. O cuando por mi santo o mi cumpleaños, a sabiendas de que mi gran ilusión era una radio Pulgarcito, de las que había en el escaparate de Electrodomésticos Climent, en la Alameda de Colón, aunque las economías no daban para tanto, me compraba un elevador de baquelita negra marca Alcer, que al fin y al cabo, se parecía al Pulgarcito, o al Pulganzito como él la llamaba.
Parece ser que al oírme contar la historia de la clase de Geografía, Saura se percató de que mi afición iba en serio y puso en marcha un plan. Se lo cuento:
Como antes dije, la situación económica de Los Saura no era especialmente boyante. Saura tenía amigos hasta en el infierno, y en situaciones como esa ¿qué mejor que un banco para tener un amigo?. Si, Saura, en su taller mecánico, tenia como cliente a un personaje importante del desaparecido Banco Coca. Un buen hombre que en mas de una ocasión le echó una mano a la hora de renovar alguna que otra letra. Este señor tenia un Renault 8 de color azul, y un coger. Cuando llevaba el coche al taller de mi padre, en mas de una ocasión coincidía con otro Renault 8 idéntico, pero, los neumáticos eran de los de franja blanca y al banquero en cuestión le encantaban, porque realmente quedaban muy bien en un R8 con ese color. Debo precisar que esos neumáticos, aparte de ser muy caros, eran difíciles de encontrar, aunque parece ser que con algo de mano izquierda podían conseguirse haciéndolos llegar desde Portugal.
El taller de Saura estaba en el número 9 del murciano Paseo de Corvera, pero en el número 1, haciendo esquina con la plaza González Conde, estaba Recauchutados Yuste, un taller de montaje, reparación y recauchutado de neumáticos. Muchos clientes de Yuste procedían del taller de mi padre, pues ya que pasaban por el taller a revisar los piñones de la caja de cambios o a cambiar las zapatas de freno, si Saura veía que el dibujo ya andaba escaso, mandaba al cliente a Yuste y en el mismo taller efectuaban el cambio de ruedas.
Pues bien, Saura pensó dar una sorpresa al señor de Banco Coca y ponerle unas ruedas con franja blanca. ¡Mil pesetas de las de antes por cada rueda tenían la culpa!. Se puso de acuerdo con Yuste y este, con un ligero recargo consiguió las cuatro ruedas en cuestión. Solo faltaba esperar el momento para el cambio, pues el amibo banquero no se separaba de su R8 ni a sol ni a sombra.
Saura estaba de acuerdo con su chofer y le contó el plan. Automáticamente el chófer se convirtió en su cómplice (he de advertir al lector que por aquel entonces no existía ni por asomo el Sorpresa Sorpresa de la tele).
Por fin llegó el día “h”: El señor del Banco Coca tenía una importante reunión por la tarde y al día siguiente tenia que viajar a Cartagena, motivo por el cual mandó a su chofer con el R8 al taller para que lo revisaran (que hacer 50 km de ida y otros tantos de vuelta por aquellas carreteras tenía su aquél). Rápidamente el chofer llamó a Saura, Saura llamó a Yuste y a la hora acordada, ya estaba el R8 con sus cuatro ruedas nuevas con su flamante banda blanca. Como ya era costumbre, el propietario acudió al taller a pagar la factura correspondiente, y ¡no vean ustedes la cara que puso al ver su flamante R8 con sus cuatro ruedas nuevecicas y con la franja blanca. Creo que hasta le dio un abrazo a Saura.
Pero ustedes dirán ¿y que tiene que ver todo esto con el AG 4100 que nos ocupa?. La historia aun no ha terminado:
Recuerden que el R8 estaba flamante, y por tanto sus ruedas prácticamente nuevas. Esas cuatro ruedas ya tenían también su destino: un cliente de Orihuela que había pasado poco antes por el taller andaba mal de neumáticos y Saura le advirtió que necesitaba un cambio, pero el pobre hombre andaba escaso de fondos y no pudo hacerse la operación de momento. Saura le advirtió que lo dejase en sus manos.
Con las cuatro ruedas del cambio en su poder, avisó al cliente de Orihuela, y este vino esa misma tarde al taller en su coche a ver las cuatro ruedas del R8: las vió y le gustaron. Aceptó el cambio y el precio: dos mil pesetas. Eso si, pidió a Saura que esperase unos días para cobrar, exactamente hasta el mes de Mayo. Y precisamente el día 16, mi cumpleaños, Saura cogió el Seat 600, el seíllas y con mi madre Consu y con la vecina Dª Juanita y puso rumbo a Orihuela, a por las dos mil pelas para comprarle el tocadiscos a su Salva.
Eran ya más de las ocho, porque había anochecido y acababa de llegar del repartidor con “el pan de Rodríguez”, un pan moreno cocido por la tarde que servía para que los vecinos del barrio tuvieran pan caliente a la hora de cenar. La tienda estaba llena y llegaron Consu, Saura y Dª Juanita, quien me felicitó entregándome un regalo, un paquete envuelto en papel marrón, cuyo contenido, por las dimensiones, adiviné sin abrir: ¡eran discos!. Yo, bajando la mirada y con tristeza no disimulada contesté “pero si no tengo tocadiscos”. Entonces Saura, sacó un paquete envuelto en el mismo tipo de papel marrón, del tamaño mas o menos de una caja de zapatos, y me dijo sonriendo y con esa guasa que solo él sabe darle a las ocasiones como esa “¡tooooma tocadiscos!”. Yo me emocioné de tal manera, que ahora mismo, cuarenta años después, no puedo evitar que me salten las lágrimas al relatarlo. ¡Era el AG 4.100!. Cuatro discos: De Shandie Shaw, con Marionetas en la cuerda, uno de Los Pekenikes con Robin Hood y Felices veinte, otro de Raphael con el tema eurovisivo del año, Hablemos del Amor, y uno de La Tuna, que le gustaba a Consu. Lo demás ya lo pueden imaginar. Llevé el tocadiscos a la mesa de piedra de la trastienda, lo abrí, puse el adaptador para singles y el disco de Shandie Shaw. Estaba tan emocionado que ponía la aguja en el segundo corte en lugar del primero, y claro, sonaba “A los chicos les dirás” en lugar de las consabidas marionetas: ¡era la primera vez que ponía un disco!.
 
El tocadiscos nos acompaño en el viaje a Mazarrón de aquél año (solo podíamos ir un día a la playa), y estuvo funcionado sin parar todas las tardes cuando volvía del cole. La discoteca no se incrementaba más que en las grandes ocasiones, cumpleaños, onomásticas y Reyes, a razón de uno o dos discos cada vez: uno de mis padrinos Antonio y Carmen, y otro de mis padres,  discos que aún conservo y que dejan sentir el paso de los años y de mis manos. Ante tan escasa selección musical, yo optaba por escuchar cada disco a 33, 45 y 78 revoluciones por minuto, y así me hacía la ilusión de que los temas eran distintos e incluso me resultaba útil para escribir las letras de las canciones. Con el hice mis primeros pinitos como locutor, bajando y subiendo el volumen mientras hablaba, eso si, sin que nadie me escuchase.  Cuando las pilas comenzaban a agotarse, descubrí que poniendo un cartoncito en el cambio de velocidad, se lograba incrementar la velocidad del motor y así se alargaba la vida útil de las pilas. Pasaron años hasta que en su diminuto giradiscos pude colocar un LP: no había canon digital, pero ¡costaban una pasta!.
Acabo de sacar mi AG 4100 de su letargo, he buscado aquellos primeros discos, lo he conectado y he vuelto a emocionarme al escucharlo, como aquel primer día.

Salvador Saura-Lopez, 04.Jun.08

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